Un amigo mío sale en los papeles (¡y no porque lo haya detenido la policía!)

11/06/2010

Le envío un correo electrónico a mi amigo Pedro recomendándole un descubrimiento casual que he hecho esta mañana, un podcast con la música de la serie de televisión Treme. Él responde dándome las gracias por la recomendación y añadiendo un inquietante Hoy soy medio famosete junto a un enlace:

Mar de sentimientos en un torno con barro, en Diario de Sevilla.

Los poemas de Pedro son los de aquel proyecto suyo para recaudar dinero para nunca supe muy bien qué cosa concreta en Senegal.

¡Bien por él!


Elmore Leonard y Justified

04/06/2010
Con el escritor norteamericano Elmore Leonard me pasa una cosa muy curiosa y muy tonta: olvido con frecuencia que no me gustan sus novelas. La última de las suyas que he leído y que no me ha gustado se llama El blues del Misisipi (Tishomingo Blues, traducida por Daniel Aguirre para Ediciones B en 2002).
He olvidado que no me gustas las novelas de Leonard por culpa de una serie de televisión que emiten desde hace unos meses en Estados Unidos que se llama Justified y cuenta la historia de un agente de la ley (estados Unidos debe de ser el país del mundo mundial con el mayor número de organizaciones y cuerpos policiales) con un particular sentido de la justicia que es trasladado tras un incidente que parece sacado de una película del oeste al último lugar en el que desearía estar, el sitio donde nació y vivió la mayor parte de su vida. Allí se encontrará, entre otras personas, con una mujer que ha matado a su marido en defensa propia y con la que acaba liándose a pesar de que no debería hacerlo, con su ex-mujer, que trabaja en los juzgados y aparentemente ha rehecho su vida con otras persona, con su padre, que es un conocido delincuente habitual que está todo el tiempo entrando y saliendo de la cárcel, y con su mejor amigo de la infancia, que es ahora un narcotraficante con tendencia a hacer estallar cosas.
Lo que me gusta de Justified es que las relaciones personales son muchísimo más interesantes e importantes que los casos en los que el protagonista trabaja, está muy bien interpretada, y es más divertid que otras series de televisión que supuestamente son comedias (30 Rock o Cómo conocí a vuestra madre, por ejemplo). He visto los doce episodios que han emitido hasta el día de ayer, y cuando se acabe la voy a echar de menos casi tanto como a Californication.
La cosa es que Justified está basada en varias novelas y cuentos de Elmore Leonard, que figura incluso en los títulos de crédito de la serie como productor, y que la última vez que estuve en la biblioteca municipal acababa de ver los episodios 10 y 11 de esta serie, y vi en las estanterías dos novelas de Elmore Leonard y de pronto me apetecía leerme una novela de este señor y la saqué en préstamo de allí. No era la primera ni la segunda novela suya que leía, ni siquiera era la quinta, y el resultado final fue el esperado: había olvidado lo que acababa de leer antes de cerrar el libro por última vez, y eso es algo horrible.
Dentro de un par de años me habré olvidado de nuevo y seguramente picaré de nuevo con algo que, probablemente, no me gustará. Estas cosas me pasan continuamente.
Enlaces interesantes:
Página oficial de Elmore Leonard
Página oficial de Justified
Yo me bajo los episodios por internet en esta página
Los subtítulos los encuentro aquí (pero a veces están incompletos)

Kafka en la orilla (V)

25/05/2010

Scars Turned Into Rain | Monislawa

Mediada la novela, Murakami parece perder el norte de su narración y es incapaz de recuperarlo. Durante trescientas páginas ha plantado las semillas, y llegado el momento de germinar, éstas resultaron ser malas hierbas.

Ni siquiera Nakata, el gran personaje de esta novela, es capaz de salvar un poco el resultado. Nakata viaja por Japón siguiendo alguna clase de voz o sueños que le dicen adonde tiene que ir. En su camino encuentra a Hoshino, un joven camionero que se apiada de él porque le recuerda a su abuelo, ya fallecido, un hombre al que le debe mucho, y prácticamente lo deja todo para cuidar del viejo rarito en su peregrinaje por Japón. Desde un primer momento sabemos que su destino final es la biblioteca donde se encuentra el adolescente salido, lo único que queda por dilucidar es cómo va a llegar hasta allí, a quién va a encontrarse y por qué está haciendo todo esto.

¿Las respuestas? En camión, en tren, en coche de alquiler y a pie; a la señorita Soeki; porque ambos estuvieron en el otro mundo presente en todas las novelas de Murakami, alterando el orden del Universo, y el Universo debe recobrar su equilibrio de alguna manera. Sí, la respuesta a la tercera pregunta es correcta y sí, es así de estúpido.

El personaje de Hoshino, el compañero de viaje de Nakata, es interesante. Es un tipo joven procedente de una familia desestructurada (otra más en otra novela de Murakami) que tuvo problemas con la policía cuando era un chaval y que recibió mucha ayuda de su abuelo, al que nunca pudo agradecerle lo que hizo por él antes de morir. Se gana la vida conduciendo camiones por todo el país, siempre en rutas muy largas, y es así como conoce a Nakata, que está haciendo autoestop hacia algún lugar que aún no conoce. Hoshino ve que el viejo tiene problemas, lo achaca a una demencia senil prematura (recordemos que Nakata es viejo, pero no tanto como para que esa enfermedad lo esté matando), pero no le importa, quiere ayudarlo, se involucra cada vez más con su inesperado compañero de viaje, aunque es incapaz de entender lo que hace y lo que busca porque ni el mismo Nakata, impulsado por alguna fuerza desconocida, lo sabe, y al finalizar su ruta con el camión, continuará viajando con él, cuidándolo como si fuera un hijo, invirtiéndose los papeles naturales y creando una curiosa situación que nos lleva a pensar en el tema edípico que finalmente acaba destruyendo la novela, pero de eso escribiré en otra ocasión.

Hoshino, mientras pasea por la ciudad después de saber que Nakata ha llegado a su destino y sólo le resta encontrar la piedra de entrada, se encuentra con el Coronel Sanders, un tipo curioso que se viste de un modo curioso y que le ofrece pasar un buen rato con una prostituta a muy buen precio. Hoshino no está interesado, pero aquel tipo, que no es ni hombre ni dios ni Buda, sino, como él mismo dirá unos capítulos después, la personificación de algo distinto, una especie de guardián del equilibrio universal (no puedo evitar reírme cada vez que pienso en ello), que le dirá dónde está la piedra de la entrada que busca si acepta a la chica:

-Estás hablando más de la cuenta -dijo el Colonel Sanders tajante-. ¿Y qué? ¿Qué hay de la piedra?

-¡Ah, sí! Quiero que me cuentes cosas de la piedra.

-Primero haz el mete-mete. Y luego ya hablaremos.

-El mete-mete es muy importante, ¿no?

El Colonel Sanders asintió varias veces con gravedad. Luego se acarició la perilla adoptando un aire misterioso.

-Sí, es importante hacer primero el mete-mete. Es una especie de ritual. Primero, el mete-mete. Luego hablamos de la piedra. Hoshino, seguro que la chica te gusta. Es la número uno. Y no exagero. Pecho turgente, piel como la seda, curvas generosas, la cosita húmeda. Una buena máquina sexual. Si la comparáramos con un coche, te diría: en la cama, propulsión total; pisas el acelerador y turbo de pasión; de­dos que rodean el cambio de marchas; tomas la curva; delicioso cam­bio de velocidad; sobrepasas la línea discontinua, aceleras, aceleras y llegas, llegas, llegas… ¡Ya has llegado! Hoshino ha alcanzado el paraíso.

-Abuelo, eres un personaje de lo más original, ¿lo sabías? -dijo el joven admirado. -Escucha, que este negocio me da de comer, ¿eh? Quince minutos más tarde apareció la chica. Tal como había anunciado el Colonel Sanders, era una belleza de cuerpo escultural. Llevaba un mini vestido ceñido de color negro, zapatos de tacón tam­bién de color negro y un pequeño bolso de charol negro colgado al hombro. No hubiera desmerecido como modelo. El abundante pe­cho le asomaba por el generoso escote.

-¿Qué, Hoshino? ¿Te gusta? -preguntó el Colonel Sanders. Boquiabierto, Hoshino asintió con un movimiento de cabeza. No le salían las palabras.

-Una máquina sexual de primera, Hoshino. i Que disfrutes! –dijo el Colonel Sanders, sonrió por primera vez y pellizcó a Hoshino en el trasero.

La mujer condujo a Hoshino fuera del santuario y lo llevó a un love hotel cercano. Una vez allí llenó la bañera de agua, se despojó primero de sus ropas y luego desnudó a Hoshino. Dentro de la bañera lo lavó con cuidado, lo lamió por todas partes y, después, le hizo una felación de tan alto nivel artístico que Hoshino jamás había visto ni oído nada similar. Hoshino eyaculó sin que le diera tiempo a que se le cruzase un solo pensamiento por la cabeza.

-¡Caramba! Es la primera vez en mi vida que me hacen algo fantástico -dijo Hoshino y se sumergió dentro de la bañera.

-Esto es sólo el principio -dijo la mujer-. Ahora viene lo bueno

-Pero yo me he sentido muy bien.

-¿Como cuánto?

-Tanto que no podía pensar ni en el pasado ni en el futuro.

-«El puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado yendo el futuro. A decir verdad, toda percepción ya es memoria.» Hoshino alzó la cabeza y miró a la mujer boquiabierto.

-¿Y eso qué es?

-Henri Bergson -dijo ella tomando el glande entre los labios los restos de esperma-. Mafeeda y memooya.

-No te entiendo.

-Materia y memoria. ¿Lo has leído?

-Creo que no -dijo el joven Hoshino tras pensar unos instante Aparte del Manual de conducción de vehículos especiales del Ejército Tierra de Autodefensa que le habían obligado a leer en su época de so dado (y descontando sus investigaciones de los últimos días en la biblioteca sobre la historia de Shikoku y su clima), Hoshino no recordaba haber leído en su vida otra cosa que manga.

-¿Y tú lo has leído?

La mujer asintió.

-He tenido que leerlo. Estoy estudiando filosofía en la universidad. Y pronto hay exámenes.

-¡Ah, ya! -exclamó el joven admirado-. ¿Y esto que haces es un trabajillo de media jornada?

-Sí. Hay que pagarse la matrícula.

Después condujo a Hoshino a la cama, recorrió todo su cuerpo con las yemas de los dedos y con la lengua y consiguió que él tuvie­ra enseguida otra erección. Una erección tan firme como la Torre de Pisa en tiempos de Carnaval.

-Mira, ya vuelves a estar en forma -dijo la mujer. Y, despacio, pasó a la siguiente secuencia de acciones-. Por cierto, ¿tienes alguna petición especial? Algo que quieres que te haga. El Colonel Sanders me lo ha dicho: que te haga lo que tú desees.

-No se me ocurre ninguna petición, pero podrías decirme otra cita de esas, de filosofía. No sé, pero me da la impresión de que eso hará que aguante un poco más. Porque, si seguimos así, volveré a eyacu­lar en un santiamén.

-Vamos a ver… Es un poco viejo, pero a lo mejor Hegel funciona. -Tanto me da uno como otro. El que más te guste a ti. -Te recomiendo a Hegel. Es un poco viejo, pero, ita-ta-chan! Oldiesbut Goodies!

-iAh! Muy bien.

-«El yo es el contenido de la relación y, al mismo tiempo, la relación en sí misma.»

-iAh!

-Hegel estipula la llamada «conciencia del yo». Piensa que el hombre no sólo tiene conciencia de que el yo y el objeto son enti­dades separadas, sino que, a través de la proyección del yo en el objeto que desempeña la función de mediador, puede llegar activa­mente a una comprensión más profunda de sí mismo. Esto es, en definitiva, la conciencia del yo.

-No he entendido nada.

-A ver. Mira lo que te estoy haciendo yo a ti. Desde mi punto de vista, yo soy el yo y tú eres el objeto. Y, desde tu punto de vista, por supuesto, es al revés. Para ti, tú eres el yo, y yo soy el objeto. Y nosotros, en consecuencia, vamos intercambiándonos, el uno al otro, el yo y el

obj

eto, nos proyectamos el uno en el otro y establecemos la conciencia del yo. De una manera activa. Dicho de una manera fácil de entender. -Sigo sin enterarme demasiado, pero me da la impresión de que debe de ser estimulante.

-Ahí está la gracia -dijo ella.

Cuando, tras acabar y despedirse de la mujer, volvió solo al santuario, se encontró al Colonel Sanders esperándolo sentado en el mis­mo banco de antes.

-¡Eh, abuelo! ¿Me has estado esperando aquí todo el rato? -le preguntó Hoshino.

El Colonel Sanders sacudió la cabeza irritado.

-¡No digas tonterías! ¿Crees que me sobra el tiempo como para quedarme aquí plantado esperándote? ¿Tan poco trabajo te crees que tengo? Mientras tú, Hoshino, alcanzabas en alguna cama el paraíso, el destino ha hecho que yo me matara trabajando por estas callejue­las. Cuándo la chica me ha llamado para avisarme de que ya habíais terminado, he venido corriendo. ¿Qué? ¿Verdad que es fenomenal mi máquina sexual?

-Sí, muy buena. Nada que objetar. Algo fuera de serie. Activamente hablando, me he corrido tres veces. Me da la sensación de haber perdido unos dos kilos.

-Fantástico, entonces. Por cierto, la piedra de la que hablábamos -Sí, eso es importante.

-Pues la verdad es que la piedra se encuentra entre los árboles este santuario.

-Hablo de la «piedra de entrada», ¿eh?

-Sí, exacto. La «piedra de entrada».

-Oye, abuelo. No estarás, por casualidad, diciéndome lo prime que se te pasa por la cabeza, ¿no?

Al oírlo, el Colonel Sanders levantó la mirada con resolución.

-¿Pero qué dices? ¡Idiota! ¿Acaso te he mentido una sola vez? ¿Has oído un solo disparate de mis labios? Te he hablado de una preciosa máquina sexual y era una preciosa máquina sexual. ¿O no? Además, te he ofrecido un servicio a un precio tan bajo que he perdido dinero. Y tú, por unos miserables quince mil yenes, tienes el morro de eyacular ni más ni menos que tres veces. Y encima desconfías de mí.

-No, no. No es que no te crea. No te pongas así. No es eso. Pero, entiéndeme. Todo ha resultado demasiado fácil y he pensado más de la cuenta. Es que, mira, voy andando por la calle, se me acerca un tipo con una pinta muy extraña, me dice que me enseñará dónde está la piedra y, encima, me ofrece a una tía estupenda para echar un clavo…

-¡Tres! Han sido tres.

-Eso es lo de menos. Bueno, sí, para echar tres clavos, y, al final, va y me dice que la piedra que he estado buscando se encuentra aquí. Sinceramente, esto desconcertaría a cualquiera, ¿no?

-Tú no entiendes nada de nada. Una revelación es así -dijo el Colonel Sanders haciendo chasquear la lengua-. Una revelación trascien­de los límites de lo cotidiano. Y una vida sin revelaciones no es vida. Lo importante es pasar de una razón que sólo observa a una razón que actúa. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, pedazo de alcornoque?

-La proyección y el intercambio del objeto y del yo… -dijo Ho­shino medrosamente.

-Eso es. Con que entiendas eso, basta. Ahí está el secreto. Tú, sígueme. Y te dejaré adorar realmente tu preciosa piedra. Un buen ser­vicio, ¿eh, Hoshino?

Era inevitable, supongo, que Murakami introdujera el tema filosófico sobre sujeto y objeto a través de la prostituta, como una pista más sobre lo que se va acercando página tras página


Kafka en la orilla (IV)

21/05/2010

portada de Kafka en la orilla

Kafka en la orilla

Haruki Murakami no es una buena persona. Una buena persona no puede escribir en una novela cosas como ésta:

Johnnie Walken se levantó de la silla y cogió una gran maleta de piel que se encontraba detrás del pupitre. La colocó sobre la silla donde unos momentos antes había estado sentado, la abrió silbando alegremente y, como si se tratara de un juego de magia, sacó un gato de dentro. A ese gato Nakata no lo había visto jamás. Era un gato macho a rayas, de color gris. Un gato joven, apenas adulto. El gato parecía exhausto, pero mantenía los ojos abiertos. Por lo visto estaba consciente. Silbando alegremente, Johnnie Walken lo cogió con ambas manos y lo exhibió como si fuera un pez recién pescado. Lo que silbaba no era otra cosa que el «iAibó! iAibó!» de los siete enanitos de la Blancanieves de Disney.

-Dentro de la maleta hay cinco gatos. A todos los he cazado en el descampado. Gatos frescos recién cogidos. Recién llegados de la zona de producción. Les he inyectado una droga, tienen el cuerpo paralizado. Pero no es anestesia. Así que no están dormidos. Y sienten. Pueden percibir el dolor. Sólo que los músculos están relajados y no pueden mover las patas. Y tampoco doblar el cuello. Les he administrado la droga para que no me arañaran. Ahora voy a coger un cuchillo, voy a abrirlos en canal, voy a extraerles el corazón palpitante y, finalmente, les cortaré la cabeza. Voy a hacerlo delante de ti. Va a derramarse mucha sangre. Sufrirán mucho. Si a ti te abrieran en canal y te sacaran el corazón, te dolería, ¿no? Pues lo mismo les sucede a los gatos. Sienten dolor. Pobres bichos, ¿no? No creas que soy un sádico sin sangre ni lágrimas. Pero no me queda otro remedio. Tienen que sufrir. Así está establecido. Una regla más. Ya lo ves. Hay montones de reglas. -Johnnie Walken le guiñó un ojo a Nakata-. Pero el trabajo es el trabajo. Una misión es una misión. Voy a ir liquidándolos uno tras otro y, al final, le llegará el turno a Goma. Aún estás a tiempo de tomar una decisión. O yo mato a los gatos, o tú me matas a mí.
Elige.

Johnnie Walken depositó al abatido gato sobre la mesa. Luego, abrió un cajón del escritorio y extrajo con ambas manos un enorme envoltorio de color negro de su interior. Desplegó la tela con infinito cuidado y alineó sobre la mesa los objetos envueltos. Una pequeña sierra circular, bisturíes de diferentes tamaños, un cuchillo grande. Todos despedían un acerado brillo blanco como si acabaran de afilarlos. Johnnie Walken fue colocándolos sobre la mesa mientras los inspeccionaba, uno a uno, con amor. Luego extrajo de otro cajón unos platos de metal y los alineó, asimismo, sobre la mesa. Daba la impresión de que cada objeto tenía un lugar asignado. Sacó del cajón una gran bolsa de basura de plástico negro. Mientras tanto, no dejó de silbar ni un instante «iAibó! iAibó!».

-En todo, Nakata, hay que seguir un orden -explicó Johnnie Walken-. No se puede mirar demasiado lejos. Porque si miras demasiado lejos pierdes de vista el suelo y corres el riesgo de tropezar. Pero tampoco debes distraerte con los pequeños detalles que están a tus pies. Porque si no miras al frente, acabarás topando con algo. Total, que hay que mirar un poco hacia delante, seguir un orden determinado e ir despachando las cosas. Eso es fundamental. En cualquier cosa que hagas.

Johnnie Walken entornó los ojos y permaneció unos instantes acariciándole dulcemente la cabeza al gato. Luego, con la yema del dedo índice recorrió, de arriba abajo, el blando vientre del gato. Acto seguido tomó el escalpelo con la mano derecha y, sin previo aviso, rajó con decisión, de un corte vertical, el vientre del gato. Sucedió en un instante. El vientre se partió en dos y las rojas vísceras se desparramaron por fuera. El gato intentó abrir la boca y soltar un alarido de dolor, pero la voz murió en su garganta. Debía de tener la lengua paralizada. A duras penas podía abrir la boca. Pero sus ojos los enturbiaba un dolor atroz, de eso no cabía la menor duda. Nakata pudo imaginar lo espantosa que debía de ser su agonía. Y la sangre, como si se acordara de repente, empezó a brotar a chorros. La sangre tiñó las manos de Johnnie Walken y le salpicó el chaleco. Pero él no pareció reparar en ella siquiera y, sin dejar de silbar «iAibó! iAibó!», introdujo la mano dentro del cuerpecillo del gato y, con un escalpelo de pequeño tamaño, le cortó el corazón con mano experta y lo extrajo. Era un corazón pequeño. Aún parecía estar latiendo. Se puso el corazoncito ensangrentado en la palma de la mano y la alargó hacia Nakata, mostrándoselo.

-¡Mira! Esto es el corazón. Aún se mueve. Mira, mira.

Después de permanecer unos instantes mostrándole el corazón a Nakata, Johnnie Walken se lo introdujo en la boca sin más. Y empezó a mover las mandíbulas arriba y abajo. Mascaba sin decir palabra, saboreándolo con parsimonia. En sus ojos se dibujaba una genuina expresión de deleite, como un niño que comiera un pastel recién hecho. Luego se limpió con el dorso de la mano los coágulos que tenía adheridos a las comisuras de los labios. Se relamió los labios con la punta de la lengua.

-Calentito y fresco. Aún se me movía dentro de la boca.

Nakata observaba la escena mudo. Ni siquiera podía apartar la mirada. Percibía cómo, dentro de su cabeza, algo empezaba a ponerse en movimiento. En la estancia flotaba el olor a sangre fresca.

Johnnie Walken, que seguía silbando «iAibó! iAibó!», le cortó la cabeza al gato con la sierra. Los dientes de la sierra partieron los huesos entre crujidos. Con mano experta, sabía perfectamente qué debía hacer. Como los huesos no eran muy gruesos, no tardó mucho. Pero aquel crujido contenía un extraño peso. Colocó amorosamente la cabeza en uno de los platitos. Y luego, como si contemplara el efecto de una obra de arte, se alejó unos pasos y estuvo unos instantes mirándola con los ojos entrecerrados. Dejó de silbar, se sacó con una uña algo que se le había quedado entre los dientes, se lo volvió a meter en la boca y lo saboreó con deleite. Se le oyó tragar saliva con un ¡glup! de satisfacción. Por último, abrió la gran bolsa negra de basura y arrojó en su interior con indiferencia el cuerpo al que le había cortado la cabeza y arrancado el corazón. Como una cáscara vacía, inservible.

-Uno menos -dijo Johnnie Walken y tendió sus manos ensangrentadas hacia Nakata-. Un trabajo duro, ¿no te parece? Puedes comer corazones frescos, pero mira cómo te pones de sangre. «No, más bien mis manos dejarán encarnado el multitudinario mar, haciendo rojo el verde.» Un fragmento de Macbeth. No es tan trágico como en Macbeth, pero lo que gasto en tintorería no es moco de pavo. Tratándose, encima, de ropa tan peculiar como ésta. Sería más práctico vestir una bata de cirujano y ponerme unos guantes, pero no puede ser. También hay reglas sobre esto.

Nakata no decía nada. Dentro de su cabeza algo continuaba moviéndo. Olía a sangre. En el fondo de sus oídos resonaba aquel «iAibó! iAibó!».

Johnnie Walken sacó el siguiente gato de la maleta. Era una gata blanca. No muy joven. Tenía la punta del rabo un poco torcida. Johnnie Walken la acarició con cariño. Luego trazó en su vientre una línea de corte con el dedo. Una línea imaginaria, recta, que iba de la garganta al nacimiento del rabo. Después sacó el bisturí y volvió a abrir el gato en canal, como antes, de un golpe. Se repitió lo mismo. El alarido mudo. El cuerpo sacudido por espasmos. Las vísceras derramadas. Extraer el corazón todavía palpitante, mostrárselo a Nakata, metérselo en la boca. Masticarlo despacio. La misma sonrisa de satisfacción. Enjugarse los coágulos con el dorso de la mano. Silbar «iAibó! iAibó!».

Nakata se hunde en el fondo del sillón. Cierra los ojos. Se aguanta la cabeza con ambas manos. Las yemas de los dedos se le clavan en las sienes. Dentro de él ha empezado a producirse un cambio, no hay duda. Aquella violenta conmoción está cambiando la constitución de su cuerpo. Su respiración se ha acelerado sin que él lo perciba, siente un intenso dolor alrededor del cuello. Por lo visto está recomponiéndose su campo visual.

-Nakata, Nakata -dice Johnnie Walken con voz festiva-. Esto no está nada bien. ¡Vamos! Que ahora empieza la función. Éstos han sido los teloneros. Para caldear ambiente. Pero tú mantén los ojos bien abiertos. Que ahora viene lo bueno. Quiero que veas cuánto me he esforzado para deleitarte con algo ingenioso de verdad.

Y, silbando «iAibó! iAibó!», Johnnie Walken sacó el siguiente gato. Nakata, hundido en el sillón, con los ojos muy abiertos, lo miró. Era Kawamura. Kawamura clavó sus ojos en Nakata. Nakata miraba a su vez los ojos de Kawamura, pero era incapaz de pensar en nada. Ni siquiera podía ponerse en pie.

-No creo que sea necesario que os presente, pero, por si lo fuera, lo haré -dijo Johnnie Walken-. Éste es el gato señor Kawamura. Éste es el señor Nakata. Encantados ambos de conoceros.

Johnnie Walken, con ademanes teatrales, se quitó el sombrero, saludó a Nakata y, a continuación, a Kawamura.

-Primero, los saludos de rigor. Claro que, tras los saludos, aquí pasamos inmediatamente a las despedidas. Helio. Goodbye. «Al igual que las flores que se esparcen en la tormenta, la vida humana es sólo un adiós» -dijo Johnnie Walken acariciando con la yema del dedo el blando vientre de Kawamura. Una caricia llena de amor y de dulzura-. Ahora es el momento de detenerme, Nakata. Si quieres detenerme hazlo ahora. Cuando llegue el momento, Johnnie Walken no dudará. Porque en el diccionario del ilustre asesino de gatos Johnnie Walken no existe la palabra duda.

Y Johnnie Walken abrió el vientre de Kawamura sin vacilar. El alarido de Kawamura se oyó perfectamente. Tal vez no tuviese la lengua lo bastante paralizada. O tal vez fuese un alarido especial que sólo pudo llegar a oídos de Nakata. Pero fue un grito que helaba la sangre en las venas. Nakata cerró los ojos y se apartó la cabeza con ambas manos. Sentía cómo le temblaban las manos.

-No puedes cerrar los ojos -dijo Johnnie Walken con voz resuelta-. Otra vez las reglas. Los ojos no pueden cerrarse. Cerrarlos no soluciona nada. Por más que los cierres, no desaparecerá el problema. Al contrario, cuando vuelvas a abrirlos, las cosas habrán empeorado aún más. Así es el mundo en el que vivimos, Nakata. Tú mantén los ojos bien abiertos. Cerrarlos es de pusilánimes. Sólo los cobardes apartan la vista de la realidad. Y mientras tú cierras los ojos y te tapas los oídos el tiempo va transcurriendo. ¡Tic! ¡Tac! ¡Tic! ¡Tac!

Tal como le decían, Nakata abrió los ojos. Cuando Johnnie Walken comprobó que los tenía abiertos, se comió el corazón de Kawamura como si hiciera una exhibición. Con más parsimonia y mayor deleite si cabe que antes.

-Blandito, calentito, como el hígado de una anguila recién pes-cada -dijo Johnnie Walken. Se metió el dedo índice ensangrentado en la boca, lo chupó, lo sacó y lo levantó vertical en el aire-. Una vez los pruebas, ya no puedes dejarlo. Tienen un sabor inolvidable. Sobre todo esta sangre viscosa, un tanto pegajosa.

Secó con cuidado la sangre coagulada del bisturí con un paño y, luego, silbando tan alegremente como de costumbre, le cortó la cabeza a Kawamura con la sierra. Los pequeños dientes aserraron el hueso. La sangre se esparció por doquier.

-Se lo ruego, señor Johnnie Walken. Nakata ya no puede soportarlo más.

Johnnie Walken dejó de silbar. Interrumpió su labor, se llevó una mano a un lado de la cara y se rascó el lóbulo de la oreja.

-No puede ser, Nakata. No puedes encontrarte mal. Lo siento en el alma, pero no puedo decirte: «Vale, de acuerdo». Ya te lo he explicado antes, ¿verdad? Esto es la guerra. Y la guerra, una vez empieza, es muy difícil de parar. Una vez se desenvaina la espada, ha de correr la sangre. No es razonable. No es lógico. Tampoco es un capricho mío. Son las reglas. O sea, que si quieres que deje de matar gatos, tienes que matarme tú a mí. Te levantas, te imbuyes de ideas preconcebidas y me matas con decisión. Ahora mismo. Si lo haces, todo habrá acabado. Punto final.

Y silbando, Johnnie Walken acabó de cortarle la cabeza a Kawamura, después arrojó el cuerpo decapitado a la bolsa de basura negra. Las tres cabezas de gato se alineaban sobre los platitos de metal. La cruel tortura que habían sufrido no se traslucía en sus rostros. Y, al igual que los gatos de dentro del refrigerador, todos mostraban una extraña expresión de vacío.

-Y, a continuación, un gato siamés.

Tras pronunciar esas palabras, Johnnie Walken sacó de la maleta una exhausta gata siamesa. Por supuesto, se trataba de Mimí.

-«Me llamo Mimí», dice. Es una ópera de Puccini. Y esta gata posee, ciertamente, esa refinada coquetería. A mí también me gusta Puccini. Tiene algo, ¿cómo te diría?, algo de atemporal. Su música es popular, de acuerdo, pero nunca envejece. Y esto, en una obra de arte, es un logro nada desdeñable. -Johnnie Walken silbó los compases de «Me llamo Mimí»-. Claro que, ¿sabes, Nakata?, me costó lo mío atrapar a Mimí. Esta gata es astuta, precavida, muy lista. No se deja engañar así como así. Para nada es un personaje fácil, la gatita esta. Pero no hay gato en este ancho mundo que pueda escapar a Johnnie Walken, el insigne matador de gatos. Y no te creas que estoy fanfarroneando. Me limito a exponerte un hecho: lo difícil que ha sido atraparla… Pero, voila ¡aquí tienes a tu amiguita Mimí, la gata siamesa! A mí me encantan los gatos siameses. Posiblemente tú no lo sepas, pero el corazón de los gatos siameses es lo mejor de lo mejor. Boccato prelibato. Como las trufas. ¡Tranquila, Mimí! Tú no te preocupes. Johnnie Walken apreciará en lo que vale tu lindo corazoncito. Pero ¿qué te pasa, Nakata? ¿Estás nervioso?

-Señor Johnnie Walken -dijo Nakata con una voz ahogada que parecía arrancar del fondo de su estómago-. Se lo ruego. Deténgase, por favor. Si continúa, Nakata se volverá loco. Nakata tiene la sensación de no ser ya Nakata.

Johnnie Walken depositó a Mimí sobre la mesa y, como había hecho con anterioridad, le pasó un dedo en línea recta sobre el vientre.

-Tú ya no eres tú -dijo con voz calmada. Como si saboreara las palabras bajo la lengua-. Esto es muy importante, Nakata. Que una persona deje de ser ella misma.

Johnnie Walken cogió un bisturí limpio, que aún no había utilizado, de encima de la mesa y probó el filo con la yema del dedo. Luego, como si hiciera una prueba de incisión, se hizo un corte en el dorso de la mano. Tras un corto intervalo, la sangre empezó a manar. Gruesos goterones de sangre cayeron de la mano al suelo. Cayeron sobre Mimí. Johnnie Walken soltó una risita.

-Una persona deja de ser ella misma -repitió-. Tú dejas de ser tú. De eso se trata, Nakata. Es fabuloso. Fundamental. «¡Ah!, mi alma está llena de escorpiones!»» Otro verso de Macbeth.

Sin pronunciar palabra, Nakata se levantó del sillón. Nadie habría podido detenerlo, ni siquiera él mismo. Avanzó a grandes zancadas y agarró con resolución un gran cuchillo de encima del escritorio. Un gran cuchillo de trinchar carne. Nakata lo agarró por el mango de madera y hundió sin vacilar la hoja casi hasta la empuñadura en el pecho de Johnnie Walken. Lo clavó una vez por encima del chaleco negro, arrancó el cuchillo y volvió a clavarlo con todas sus fuerzas en otro lugar. Un gran ruido resonaba junto a sus oídos. Al principio, Nakata no supo de qué se trataba. Eran las carcajadas de Johnnie Walken. Con el cuchillo hundido en el pecho hasta el fondo y la sangre manándole a borbotones, Johnnie Walken se reía a carcajadas.

-¡Muy bien! ¡Bravo! -gritaba-. Me lo has clavado sin dudarlo un instante. ¡Magnífico!

Aun tras derrumbarse en el suelo, Johnnie Walken siguió riendo. «¡Ja, ja, ja!», reía. Como si lo encontrase tan extremadamente divertido que no pudiese sofocar las carcajadas. Pero pronto la risa mudó a sollozo y se oyó cómo la sangre le obturaba la garganta. Sonaba como una tubería de desagüe atascada. Luego, violentos espasmos recorrieron su cuerpo y empezó a vomitar sangre a grandes borbotones. Junto con la sangre echó unos grumos negros y viscosos. Eran los corazones de los gatos que se acababa de comer. Esa sangre cayó sobre la mesa salpicando el atuendo de golf que vestía Nakata.

Tanto Nakata como Johnnie Walken estaban cubiertos de sangre de los pies a la cabeza. También estaba ensangrentada Mimí, tendida sobre la mesa.

Contrasta este fragmento violento y sádico con el modo seco, desapasionado, parco y cuasi científico con el que Murakami aborda el sexo explícito en sus novelas.


Kafka en la orilla (III)

20/05/2010
portada de Kafka en la orilla

Kafka en la orilla

Kafka Tomura se hace amigo de Ôshima, un joven bibliotecario que trabaj en la biblioteca donde el adolescente pasa la mayor parte del día leyendo en su sala de lecturas. Ôshima, que más adelante se revela como un tipo muy singular , sabe que se ha escapado de casa y que sólo tiene quince años, pero no informa a las autoridades (aún no puedo creer la actitud pasiva de Tomura cuando Ôshima le dice que mientras le consigue trabajo en la biblioteca le va a proporcionar un lugar en el que vivir, y este lugar resulta ser una cabaña de leñadores perdida en medio del bosque en una montaña perdida en mitad de la nada, con lo pesadita que se pone al principio la novela tratando el tema de los peligros a los que Tamura puede enfrentarse en su fuga y en la desconfianza que siente ante todo el mundo). Un día se acerca al chico mientras está comiendo en el jardín de la biblioteca, le ofrece la mitad de los bocadillos que él mismo se ha preparado para comer y charlan de varias cosas.

Ôshima pregunta al adolescente qué está leyendo. Sabemos que el primer libro que leyó en la biblioteca fue Las mil y una noches, edición Burton (a Borges le gustaba mucho citar esta edición en sus obras a la más mínima oportunidad), y nos enteramos de que está leyendo las obras completas de un escritor japonés llamado Natsume Sôseki:

-Estoy leyendo una antología de Natsume Sóseki -digo-. Me quedaban algunas de sus obras por leer, y como ahora tengo la ocasión, he ‘decidido leérmelas todas de corrido.

-¿Tanto te gusta Natsume Sóseki como para leerte entera toda su obra?

Asiento.

De la taza que Oshima sostiene en la mano se alza un vapor blanco. El cielo sigue cubierto de nubarrones negros, pero ha dejado de llover.

—¿Qué has leído desde que estás aquí?

—Ahora estoy con Gubijinsó, y acabo de leer El minero.

—¿El minero? —preguntó Oshima como si hurgara en la memoria—. ¿Es la que va de un estudiante universitario de Tokio que, no sé por qué razón, empieza a trabajar en una mina, sufre un montón de experiencias durísimas allí abajo y, al final, regresa al mundo exterior? Es ésa, ¿verdad? Una novela no muy larga. La leí hace muchísimo tiempo. La temática no es muy propia de Natsume Sóseki, el estilo es poco depurado y, por lo general, se la considera una de las obras más flojas de Sóseki… ¿Qué le encuentras tú de particular?

Intento traducir en palabras mis impresiones sobre la obra. Pero para ello necesito la ayuda del joven llamado Cuervo. Éste aparece salido de alguna parte, con sus grandes alas desplegadas, y busca las palabras por mí. Yo hablo:

—El protagonista es el hijo de una familia adinerada. A causa de una desgraciada historia de amor empieza a detestar todo lo que le rodea y se escapa de casa. Va andando sin rumbo y se encuentra a un tipo sospechoso que le propone trabajar en una mina y él lo sigue sin pensárselo dos veces. Y acaba en las minas de cobre de Ashio. Allí, en las entrañas de la tierra, pasa por unas experiencias que él antes ni siquiera habría podido imaginar. Es la historia de un señorito incauto que se ve arrastrado hasta los estratos más bajos de la sociedad.

Mientras tomo otro trago de leche, busco las palabras para proseguir. El joven llamado Cuervo tarda un poco en volver. Pero Oshima espera paciente.

—Unas vivencias de vida o muerte. Logra escapar de allí y regresa al mundo de la superficie. Pero si el protagonista ha aprendido algo de sus experiencias, o si a raíz de ellas su modo de vida ha cambia¬do, o si ha reflexionado sobre la vida humana, o si se ha cuestionado algún aspecto de la sociedad, de todo eso nada queda recogido en el libro. Tampoco da la sensación de que él haya madurado. Y, al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un «¿y qué diablos querrá decir esta novela?». Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese «no sé adónde quiere ir a parar» se te queda grabado en la mente. Es extraño. ¡Ay, no sé! No sé explicarme mejor.

—Lo que tú quieres decir es que El minero no es una obra pedagógica moderna como puede serlo Sanshiró, ¿verdad?

—No sé. Todo esto es muy complicado. Pero quizá tengas razón. Sanshiró va haciéndose un hombre a lo largo del relato. Se da de cabeza contra la pared, reflexiona seriamente sobre ello, intenta superarse a sí mismo. Pero el protagonista de El minero es muy distinto. Él se limita a contemplar de forma pasiva lo que se le pone delante, lo acepta tal como viene. Alguna impresión sí que le queda, claro, pero ninguna remarcable. Lo que lo reconcome de verdad es su historia de amor. Y, al menos en apariencia, sale al exterior en un estado casi idéntico al que tenía al entrar en el agujero. O sea, que él ni ha juzgado nada ni ha elegido nada. Es, ¿cómo te diría?, un ser terriblemente pasivo. Pero lo que yo me pregunto es si en verdad le es tan fácil al ser humano poder elegir algo por sí mismo.

—¿Entonces crees que te pareces al protagonista de El minero? Sacudo la cabeza en ademán negativo.

—No. Eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

—Pero el ser humano necesita vivir aferrado a algo —dice Oshima—. Es inevitable. Tú mismo debes de hacerlo sin darte cuenta. Tal como dice Goethe: «Todas las cosas de este mundo son una metáfora».

Como la literatura japonesa no está entre los temas que más frecuento y conozco, tuve que investigar un poco en internet para saber si Natsuke Sôseki era un escritor real porque la crítica literaria que la voz invisible que Tomura escucha a veces le sopla al oído es aplicable a las novelas de Murakami que he leído. El autor nos ofrece otra clave para comprender mejor su novela, decide cogernos otra vez de la mano y mostrar el camino a los lectores, decirles mira, tal vez sea algo aparentemente complicado de entender, pero aquí tienes una pista de lo que estoy intentando contar de un modo complejo.

Odio que Murakami haga siempre estas cosas.


El primer capítulo de mi proyecto de novela (I)

20/05/2010
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Write | The Truth Seeker

Hace quince días terminé de escribir la primera versión del primer capítulo de mi proyecto de novela.

Este capítulo, cuando lo planeé, supuestamente iba a ocupar unas diez páginas, como todos los de mi proyecto, e iba a limitarse a mostrar al detective privado protagonista cuyas andanzas seguiré durante casi todas las páginas del proyecto encontrándose con una nueva clienta que desencadenará el argumento principal de la historia que quiero contar.

En la práctica, la primera versión del primer capítulo ocupa 36 páginas escritas a doble espacio utilizando la fuente Garamond con márgenes de dos centímetros y medio a cada lado, impresas en una multifunción Epson que está pidiendo a gritos una renovación, y aún no he incluido al menos cuatro diálogos directos entre distintos personajes que debo incorporar para hacerlo todo más fluido y entretenido, así como para mostrar cuán distintos son los personajes implicados entre sí (uno es un chulo de mierda amargado, otro es tonto del culo, y el tercero está bastante pirado, así que el uso que dan al lenguaje es muy distinto, y quiero mostrarlo en mi proyecto de novela desde el principio), lo que debería sumar al total de páginas al menos quince más, para un total de 51 páginas.

Tal como pensaba, escribir una novela es muy distinto de planificarla, pero tengo una mente abierta al respecto y no voy a ceñirme a mi plan original, excepto cuando vea que me alejo de lo que realmente quiero contar. Podría dividir en dos capítulos distintos lo que he escrito como uno solo, pero creo que funcionan mejor como una unidad continua y que las dos pequeñas sorpresas o sucesos inesperados que ocurren en mi narración son, por orden de aparición, un buen recurso para mostrar que el protagonista está muy jodido por la situación en que se encuentra pero que va a intentar salir de ella a pesar de lo negro que ve la situación, y un modo elegante de mostrar que el protagonista es, ha sido o podría ser, un pedófilo.

Si leo no escribo, así que continuaré trabajando en mi primer capítulo cuando acabe con Kafka en la orilla, la novela de Haruki Murakami que estoy leyendo en estos momentos, añadiendo los diálogos, que me parecen muy complicados de hacer bien, y cambiando algunas cosillas que dos semanas después de haberlas escrito no me gustan demasiado o creo que podrían estar mejor, como el extraño hospital donde sucede la primera parte del capítulo.

No me apetece colgar aquí el primer borrador, al menos no hoy.


Kafka en la orilla (II)

19/05/2010

Nakata, el personaje de la novela que comparte protagonismo con el adolescente que se hace llamar Kafka, es lo mejor de la novela. Cuando era niño, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, sufrió un extraño accidente mientras estaba en el bosque de excursión con el resto de su clase. Estuvo unas semanas en coma, y cuando despertó, tan misteriosamente como enfermó, el niño llamado Nakata ya no existía, en su lugar sólo quedaba el cuerpo del niño llamado Nakata y un cerebro gravemente dañado que no recordaba absolutamente nada. A cambio de esta tragedia, obtuvo el don de hablar con los gatos.

Los gatos son uno de esos elementos que siempre esperas encontrar en una novela de Murakami, y también en algunos de sus cuentos.

Nakata vive en Tokio, tiene aproximadamente sesenta años, recibe un subsidio del estado y es idiota en el sentido médico del término. No sabe leer ni escribir, olvida pronto casi todo lo que le ocurre, y completa sus ingresos buscando a gatos perdidos en el barrio en el que vive para devolverlos a sus dueños. Mientras busca a una gata perdida llamada Goma, Nakata se encuentra con Mimí, una gata siamesa preciosa e inteligente con la que mantiene ua interesante conversación que ayuda a Nakata a entrever cómo los gatos observan el mundo en el que viven:

-Entonces, ¿cabe pensar que a Goma se la ha llevado una de esas personas de mente retorcida? -preguntó Nakata.

Mimí hizo una mueca combando sus grandes bigotes blancos.

Sí. No me gusta pensarlo. No quiero ni imaginármelo, pero no podemos excluir esa posibilidad. Señor Nakata, yo no he vivido muchos años, pero he presenciado las escenas más horribles que imaginarse pueda. La mayoría de personas piensan que los gatos son seres indolentes que se pasan el día tendidos al sol, sin preocupaciones, pero nuestra vida no es tan bucólica. Somos seres humildes, impotentes y frágiles. No tenemos caparazón como las tortugas, ni alas como los pájaros. No podemos ocultarnos bajo tierra como los topos, ni cambiar de color como los camaleones. El mundo desconoce cuántos gatos son maltratados día tras día y cuántos tienen una muerte miserable. Yo he tenido la suerte de ir a parar al cálido hogar de los Tanabe, allí los niños me miman, no me falta de nada, pero, no obstante, mi vida no siempre es fácil. Por eso pienso que, para un gato callejero, la lucha por la supervivencia debe de ser muy dura.

-Señorita Mimí, es usted muy inteligente -dijo Nakata admirado ante la elocuencia de la gata siamesa.

-¡Oh, no! ¡Qué va! -dijo Mimí tímidamente entrecerrando los ojos-. Me he vuelto así al pasarme el día en casa tumbada ante la tele. Es horrible no acumular más que conocimientos superficiales. ¿Ve usted la televisión, señor Nakata?

-No, Nakata no ve la televisión. La gente que hay dentro habla demasiado rápido y no puedo seguirlos. Nakata es un idiota y no sabe leer, y, si no sabes leer, no puedes entender bien la televisión. Alguna que otra vez, escucho la radio, pero también hablan demasiado deprisa y enseguida me canso. A mí me divierte mucho más salir de casa y hablar con los gatos bajo el cielo, como estoy haciendo ahora.

-i0h! ¿De veras? -preguntó Mimí.

-Sí -dijo Nakata.

-Ojalá no le haya pasado nada a Goma -dijo Mimí.

-Señorita Mimí. Voy a ir a ese solar a vigilar.

-Según dice el chico este, es un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero. Anda muy rápido. Por lo visto tiene un aspecto tan raro que es muy fácil reconocerlo. Los gatos que se reúnen en el solar se dispersan a los cuatro vientos en cuanto lo ven. Pero claro, los gatos recién llegados, que desconocen las circunstancias…

Nakata grabó esa información en su cabeza. La guardó bien guardada en el importante cajón de las cosas que no podía olvidar. Un hombre alto que lleva un extraño sombrero de copa y unas botas altas de cuero.

-Espero haberle sido útil -dijo Mimí.

-Gracias de todo corazón. Si usted no hubiera tenido la amabilidad de dirigirme la palabra, yo aún seguiría dándole vueltas a lo de la caballa, incapaz de avanzar un paso. Le estoy muy agradecido.

Me da la impresión -dijo Mimí alzando los ojos hacia el rostro de Nakata y frunciendo ligeramente el entrecejo- de que ese hombre es peligroso. Pero que muy peligroso. Quizá más de lo que usted, señor Nakata, pueda imaginarse. Yo, en su lugar, no me acercaría al descampado. Ya sé que es usted un ser humano, que se trata de su trabajo y que no tiene más remedio que ir, pero tenga muchísimo cuidado.

-Muchas gracias. Lo tendré.

-Señor Nakata, este mundo es extremadamente violento. Y nadie puede escapar a la violencia. No lo olvide. Por mucho cuidado con que se ande, nunca es suficiente. Y esto es válido tanto para los gatos como para los hombres.

-Sí, lo tendré muy en cuenta -dijo Nakata.

Pero en qué diablos consistía la violencia de este mundo y dónde estaba, Nakata no acababa de entenderlo. Porque había muchas cosas en este mundo que Nakata no entendía, y entre ellas se incluía todo lo relacionado con la violencia.

Afortunadamente, no será ésta la última vez que Mimí y Nakata se vean en la novela, porque poco después, el detective de gatos se encontrará con su Moriarty, El hombre llamado Johnny Walken que viste como el logotipo de una marca de whiskey muy conocida en el mundo, y el realismo mágico se convertirá en tragedia.


Avión… o cómo hablaba él a solas como si recitara un poema | un cuento de Haruki Murakami

18/05/2010

Aquella tarde ella se lo preguntó.

—Oye, ¿hace mucho que tienes la costumbre de hablar a solas?

Se lo dijo alzando con calma los ojos de la mesa, como si se le ocurriera de repente. Pero era obvio que no se trataba de una pregunta caprichosa que se le acabara de pasar por la cabeza. Posiblemente llevaba mucho tiempo rumiándola. Su voz poseía la inflexión, rígida y un poco ronca, que suele acompañar a las preguntas muy meditadas. En realidad, antes de formularlas, aquellas palabras debían de haber rodado, dubitativas, una y otra vez bajo su lengua.

Ambos estaban sentados a la mesa de la cocina, uno enfrente del otro. Exceptuando los trenes que pasaban de vez en cuando, en los alrededores reinaba un silencio absoluto. Demasiado, a veces. Cuando no circulaba ningún tren, la vía parecía extrañamente silenciosa. El suelo de la cocina estaba recubierto de tablas de vinilo y él sentía un frescor agradable en la planta de sus pies desnudos. Se había quitado los calcetines y se los había embutido en los bolsillos del pantalón. Era una tarde bastante calurosa para ser abril. Ella llevaba remangada hasta el codo la camisa a cuadros de tonalidades pálidas. Y, con sus blancos dedos, jugueteaba con el mango de la cucharilla del café. Él contemplaba las puntas de los dedos de la mujer. Al fijar la vista, la conciencia se volvía roma. Y daba la impresión de que ella hubiera levantado una esquina del mundo y de que en ese momento estuviese desembrollando, poco a poco, sus hilos. Y lo hacía de forma mecánica, con gran apatía, como si fuera consciente de que aquello le llevaría su tiempo, pero de que debía desenredarlos bien, desde el principio.

Él contemplaba sus movimientos sin decir nada. No hablaba porque no sabía qué decir. En su taza quedaba un poco de café, ya frío, que empezaba a enturbiarse.

Él acababa de cumplir veinte años. Ella era siete años mayor, estaba casada, incluso tenía una hija. En resumen, ella era para él como la cara oculta de la luna.

El marido de ella trabajaba en una agencia de viajes especializada en el extranjero. Así que siempre se pasaba casi medio mes fuera de casa. Iba a Londres, a Roma, a Singapur. Al marido debía de gustarle la ópera porque en las estanterías había alineados los gruesos álbumes, de tres o cuatro discos, con óperas de Verdi, Puccini, Donizetti, Richard Strauss, clasificados por compositores. Aquellos discos parecían, más que una colección de música, el símbolo de cierta visión del mundo. Plácida y muy estable. Cuando él se quedaba sin palabras o no sabía qué hacer, se entretenía mirando las letras de los lomos de los discos. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Iba leyendo para sí, uno tras otro, los títulos: La Bohéme, Tosca, Turandot, Norma, Fidelio… Nunca había escuchado ese tipo de música. No era una cuestión de preferencias, es que jamás había tenido ocasión de oírla. Ni en su familia ni entre sus amigos había alguien a quien le gustase la ópera. Sabía que existía y que había gente que la escuchaba. Pero era la primera vez que atisbaba en ese mundo. Y tampoco es que ella fuese realmente una gran amante de la ópera.

—No es que me desagrade —decía ella—. Pero son demasiado largas.

Junto a las estanterías de los discos había un soberbio equipo de música. Su enorme amplificador con válvula electrónica de fabricación extranjera permanecía majestuosamente inclinado esperando las órdenes como un crustáceo bien adiestrado. El equipo destacaba de modo irremisible entre los otros muebles, mucho más sencillos. Era imposible no reparar en su presencia. Los ojos se te iban hacia allí. Pero él no había oído nunca cómo sonaba. Ella no sabía dónde estaba el botón para ponerlo en marcha y a él ni siquiera se le había pasado por la cabeza tocarlo.

—No es que las cosas vayan mal en casa —decía ella. Lo repetía a menudo. El marido era bueno y cariñoso, ella quería mucho a su hija—. Posiblemente sea una mujer feliz —concluía con calma, en tono neutro. No había sombra de intento de justificación en su discurso. Hablaba de su vida matrimonial con gran objetividad, como si se refiriera al código de circulación o a los husos horarios—. Soy una mujer feliz, en mi matrimonio no hay ningún problema que pueda ser calificado como tal.

«¿Y entonces por qué se acuesta conmigo?», se preguntaba él. Había reflexionado mucho sobre ello, pero no había logrado hallar la respuesta. Ni siquiera acababa de comprender a qué se refería con lo de «problemas matrimoniales». A veces deseaba preguntárselo directamente, pero no sabía cómo afrontar la cuestión. ¿Qué debía decir? ¿Podía preguntarle con franqueza: «Si tan feliz eres, por qué te acuestas conmigo»? «Si lo hago, seguro que se echará a llorar», decidía él.

Lo hiciese o no, ella lloraba a menudo. Lloraba quedamente, durante un buen rato. La mayoría de las veces él no comprendía por qué. Y una vez que se echaba a llorar ya no paraba. Por más que él intentase consolarla, ella no dejaba de llorar hasta que hubiera pasado un tiempo determinado. Sin embargo, en cuanto transcurría ese tiempo, ella, por sí misma, dejaba de llorar aunque él no hubiese hecho nada. «¿Por qué serán las personas tan distintas unas de otras?», pensaba él. Había tenido relaciones con varias mujeres en su vida. Todas lloraban y se enfadaban. Pero ninguna lloraba, reía o se enfadaba de la misma forma. Había similitudes, pero las diferencias eran mucho mayores. Por lo visto, no guardaba ninguna relación con la edad. Era la primera vez que iba con una mujer mayor que él, pero la edad había resultado ser menos importante de lo que suponía. Mucho mayor sentido parecían tener las inclinaciones propias de cada uno. Y concluyó que ésa era una clave importante para descifrar el misterio de la vida.

Cuando ella dejaba de llorar, solían hacer el amor. Ella sólo tomaba la iniciativa después de haber llorado. En otros casos, era él quien la buscaba a ella. La mujer a veces se negaba. Sacudía la cabeza en silencio, sin decir palabra. En esas ocasiones, sus ojos parecían la luna blanca del anochecer que flota en un rincón del cielo. Una luna plana y sugerente que se estremece ante el grito de un pájaro en el crepúsculo. Al mirar aquellos ojos, él no podía decir nada más. Aunque lo había rechazado, no sentía ni irritación ni disgusto. «¡Cosas que pasan!», se limitaba a pensar. A veces, en su fuero interno, incluso sentía alivio. En esas ocasiones, sentados ante la mesa de la cocina, hablaban en voz baja mientras se tomaban un café. Normalmente era una charla entrecortada. Ninguno de los dos era muy hablador y apenas tenían temas en común. Ahora, él ya no recuerda de qué diablos hablaban entonces. Sólo que la charla era entrecortada. Y, mientras hablaban, pasaba un tren tras otro al otro lado de la ventana.

Sus encuentros sexuales eran siempre silenciosos y tranquilos. Estaban desprovistos, en cierto sentido textual del término, de placer carnal. Mentiríamos si hablásemos de un acto sexual falto de placer camal, claro está. Pero allí se entremezclaban demasiadas ideas distintas, demasiados elementos, demasiados estilos. Era diferente del sexo que él había practicado hasta entonces. Le recordaba un pequeño cuarto. Un cuarto agradable, pulcro y ordenado, acogedor. Del techo colgaban hilos de colores. Cada uno tenía una forma distinta, una longitud diferente. Todos le invitaban al placer, lo excitaban. Deseaba tirar de uno. Todos los hilos aguardaban a que él tirara de ellos. Pero él no sabía de cuál tirar. Todos le daban la sensación de que, al tirar de cualquiera de ellos, una visión fantástica se abriría ante sus ojos y, a la vez, le hacían pensar que todo podía perderse en un instante. Y eso le sumía en una gran confusión. Y, mientras dudaba, los días iban llegando a su fin.

Aquella desconcertante situación era superior a sus fuerzas. Hasta entonces, él había vivido según su sistema de valores. Pero mientras permanecía en aquel cuarto con aquella mujer silenciosa y mayor que él en sus brazos, oyendo el ruido que hacían los trenes al pasar, se sentía perdido en medio de un caos opresivo. «¿Amo a esta mujer?», se preguntaba a menudo. No lograba hallar una respuesta convincente. Lo único que lograba entender era lo de los hilos de colores que colgaban del techo del pequeño cuarto. Éstos sí que estaban allí.

Cuando aquellos extraños encuentros llegaban a su fin, ella siempre echaba un vistazo al reloj. Aún en sus brazos, apartaba ligeramente el rostro y se volvía hacia el despertador junto a la cabecera de la cama. Un radio—despertador de color negro con la FM incorporada. En aquella época, los números de los radio—despertadores aún no eran digitales y consistían en unas laminillas rectangulares que se sucedían las unas a las otras con un pequeño chasquido. Cuando ella miraba el reloj, un tren pasaba cerca de la ventana. Era muy extraño, pero cada vez que ella echaba una ojeada al reloj, se oía sin falta el traqueteo del tren. Como un acto reflejo fatal. Ella miraba el reloj, pasaba un tren.

Miraba el reloj para comprobar que todavía faltaba tiempo para las cuatro, hora en que su hija volvía del parvulario. Él había visto a la niña una sola vez, por casualidad. La única impresión que la niña le había dejado era la de ser muy tranquila. Al marido, amante de la ópera, que trabajaba en una agencia de viajes, no lo había visto nunca. Cosa que era de agradecer.

Ella le preguntó sobre sus soliloquios una tarde de abril. Aquel día, como era habitual, había llorado, y ambos, como era habitual, habían hecho el amor. Hoy no logra recordar por qué lloró ella aquel día. Quizás únicamente porque le apetecía llorar. Tal vez estuviera con él sólo porque le gustaba llorar en brazos de alguien. Él había barajado incluso esa posibilidad. «Tal vez ella no pueda llorar sola y por eso me necesite a mí.»

Cerraron la puerta con llave, corrieron las cortinas, llevaron el teléfono junto a la almohada e hicieron el amor sobre la cama. Con un gran silencio, como siempre. No habían acabado cuando sonó el timbre de la puerta, pero ella lo ignoró. Ni se sorprendió ni se asustó especialmente. Lo miró sacudiendo la cabeza en silencio, como diciendo: «Tranquilo. No pasa nada». El timbre sonó varias veces, pero el visitante desistió pronto y se marchó. No debía de ser nada importante, tal como decía ella. Un vendedor o algo por el estilo. ¿Cómo podía saberlo ella? De vez en cuando, se oía el traqueteo de los trenes. A lo lejos tocaban el piano. Él recordaba vagamente haber oído aquella melodía en el pasado. Hacía mucho tiempo, en la escuela, en clase de música. Pero no logró recordar el título. La camioneta de un vendedor de verduras pasó traqueteando por la calle principal. Con los ojos cerrados, ella lanzó un hondo suspiro, él eyaculó. En silencio.

Él fue al cuarto de baño y se duchó primero. Cuando volvió, envuelto en la toalla de baño, ella aún estaba sobre la cama, boca abajo, con los ojos cerrados. Él se sentó a su lado. Le acarició suavemente la espalda con las yemas de los dedos mientras seguía con la mirada, como siempre, las letras de los lomos de los discos de ópera.

Luego, ella se levantó, se vistió, fue a la cocina y preparó café. Poco después se lo dijo: «Oye, ¿hace mucho que tienes la costumbre de hablar a solas?».

—¿Hablar a solas? —repitió él sorprendido—. ¿Que hablo solo? ¿Te refieres mientras…?

—No, no. En situaciones normales. Por ejemplo, cuando te duchas, cuando estás solo en la cocina leyendo el periódico…

Él sacudió la cabeza.

—No tenía ni idea. Nunca me había dado cuenta de que hablaba solo.

—Pues lo haces. De verdad —insistió ella jugueteando con el encendedor de él.

—No es que no te crea —dijo él, incómodo. Se puso un cigarrillo entre los labios, tomó el mechero de manos de la mujer y lo encendió. Hacía poco que había empezado a fumar Seven Stars, y lo hacía porque el marido de ella fumaba Seven Stars. Él, hasta entonces, había fumado Short Hope. No es que ella le hubiese pedido que cambiara de marca. Se le había ocurrido a él. Pensaba que eso simplificaba las cosas. Tal como había visto hacer en los seriales de la televisión.

—De pequeña yo también solía hablar conmigo misma.

—¿Ah, sí?

—Pero mi madre me quitó esa costumbre. «¡Lo que haces es muy feo!», me decía siempre. Cada vez que hablaba a solas me reñía severamente. «¡Te meteré dentro del armario!», me gritaba. Y, a mí, el armario me daba mucho miedo. Era oscuro y olía a moho. También me pegaba a veces. Me golpeaba con la regla en las rodillas. ¡Y vaya si lo logró! Lo dejé del todo. Tanto que, un buen día, me encontré con que, aunque quisiera, era incapaz de hablar conmigo misma. —Él permanecía callado, sin saber qué decir. La mujer se mordió los labios—. Incluso ahora, en cuanto va a escapárseme una palabra, voy y me la trago. Es como un acto reflejo. Por culpa de lo mucho que me riñeron de pequeña. Pero no lo entiendo. ¿Qué diablos había de malo en hablar a solas? Son palabras que salen de modo espontáneo y nada más. Si ahora mi madre viviera, se lo preguntaría. «Dime, ¿qué había de malo en ello?»

—¿Ha muerto?

—Sí —dijo—. Pero me gustaría que me lo explicara. Por qué me hizo aquello.

Ella siguió jugueteando con la cucharilla del café. Luego lanzó una ojeada al reloj que colgaba en la pared. En cuanto miró el reloj, volvió a pasar un tren.

Esperó a que hubiera pasado de largo. Y dijo:

—El corazón de las personas es como un pozo muy profundo. Nadie sabe lo que hay en el fondo. Sólo podemos imaginárnoslo mirando la forma de las cosas que, de vez en cuando, suben a la superficie.

Por un instante, los dos pensaron en un pozo.

—¿Y qué digo cuando hablo a solas? —le preguntó él—. ¿Por ejemplo?

—Pues, a ver —contestó ella sacudiendo varias veces la cabeza despacio. Como si comprobara el estado de sus articulaciones—. Pues hablas, por ejemplo, de un avión.

—¿De un avión?

—Sí —dijo ella—. De un avión que vuela por el cielo. Él se rió.

—¿Por qué iba a hablar yo de un avión?

Ella también rió. Y, con el dedo índice de cada mano, midió la longitud de un cuerpo imaginario que flotara en el aire. Era una de sus manías. A veces, él también lo hacía. Se lo había contagiado ella. —Pues hablas muy claro. ¿De verdad que no te acuerdas? —No, de verdad que no.

Ella cogió un bolígrafo de encima de la mesa y estuvo jugueteando un rato con él, pero pronto volvió a mirar el reloj. Durante aquellos cinco minutos, las agujas habían avanzado, exactamente, sus cinco minutos reglamentarios.

—Hablas a solas como si estuvieras recitando un poema.

Al decirlo, ella se ruborizó. A él le pareció chocante que hablar de sus soliloquios la hiciera enrojecer.

—Yo hablo a solas como si recitara un poema—dijo él.

Ella volvió a coger el bolígrafo. Era un bolígrafo de plástico amarillo que llevaba impresas unas letras sobre el décimo aniversario de la fundación de la sucursal de un banco.

Él le señaló el bolígrafo.

—Oye, si vuelvo a hablar a solas, apunta lo que digo, ¿vale? Ella lo miró fijamente a los ojos.

—¿De verdad quieres saberlo?

Él asintió.

Ella cogió el bloc de notas y empezó a escribir algo con el bolígrafo. Lo movía despacio, pero sin titubear ni detenerse un instante. Mientras tanto, con la mejilla apoyada en la palma de la mano, él contemplaba las largas pestañas de la mujer. Ella parpadeaba, a intervalos irregulares, una vez cada tantos segundos. Contemplando sus pestañas —aquellas pestañas que poco antes habían estado anegadas en lágrimas—, se lo preguntó una vez más: «¿Qué sentido tiene acostarme con ella?». Le asaltó un extraño sentido de pérdida, como si una parte de un complejo sistema se hubiera convertido en algo terriblemente simple. «Si sigo así, quizá ya no vuelva a ser capaz de ir a ninguna parte», pensó. Y se sintió paralizado por el terror. Tuvo la sensación de que su propio yo iba a deshacerse. Sí, él era joven como el barro recién formado y hablaba a solas como si recitara un poema.

Cuando terminó de escribir, la mujer le pasó el bloc de notas por encima de la mesa. Él lo tomó.

En la cocina, el rastro de la imagen que algo desconocido había impreso en el fondo de sus pupilas contenía el aliento, inmóvil. Cuando estaba con aquella mujer, él percibía a veces la presencia de esa imagen. La imagen que había dejado atrás algo que se había perdido en algún lugar. Algo que él no recordaba.

—Me lo sé de memoria —dijo ella—. Aquí tienes tu soliloquio sobre un avión.

Él lo leyó en voz alta.

El avión Vuela el avión

Yo en el avión

Vuela

El avión

Pero aunque vuele

¿Es el cielo

El avión?

—¿Todo esto? —le preguntó boquiabierto.

—Pues, sí. Todo esto —dijo ella.

—No me lo puedo creer. Que diga tantas cosas y que no me dé ni cuenta —repuso él.

Ella se mordisqueó el labio inferior y luego esbozó una sonrisa. —Pues las has dicho.

Él suspiró.

—¡Qué raro! Y mira que nunca antes había pensado en aviones. No recuerdo haberlo hecho jamás. ¿Por qué me habrá venido de pronto un avión a la cabeza?

—No lo sé. Pero en la ducha, estoy segura de que decías eso. Así que, si tú no pensabas en un avión, era tu corazón el que, en lo más recóndito de un bosque lejano, pensaba en él.

—Tal vez estuviera construyendo alguno en lo más recóndito de un bosque lejano.

Ella depositó el bolígrafo sobre la mesa con un pequeño golpecito y, luego, alzó los ojos y lo miró fijamente.

Durante unos instantes permanecieron en silencio. Sobre la mesa, el café seguía enfriándose, perdiendo su transparencia. La tierra giraba sobre su eje, la luna alteraba de forma secreta la fuerza de la gravedad y decidía las mareas. En medio del silencio, el tiempo transcurría y los trenes pasaban de largo.

Él y ella pensaban en lo mismo. En un avión. En el avión que el corazón de él construía en lo más recóndito de un bosque lejano. En su tamaño, en la forma que tenía, en el color del que estaba pintado, en el lugar al que se dirigiría. Y en quién montaría en él. En el avión que estaba esperando a alguien en lo más recóndito de un bosque lejano.

Poco después, ella volvió a echarse a llorar. Era la primera vez que lloraba dos veces en un mismo día. Y la última. Para ella fue algo excepcional. Él alargó el brazo por encima de la mesa y le acarició el pelo. El tacto le pareció terriblemente real. Duro, liso y lejano, como la vida misma.

Él piensa: «Sí, en aquella época, yo hablaba a solas como si estuviera recitando un poema».

Este cuento de Haruki Murakami puede leerse en el volumen Sauce ciego, mujer dormida, publicado por Tusquets.


Kafka en la orilla (I)

18/05/2010
Kafka en la orilla

Kafka en la orilla

La última de las novelas de Haruki Murakami que me quedaba por leer de entre las que se encuentran en la biblioteca municipal de  Sanlúcar la Mayor, Sevilla, es Kafka en la orilla, publicada por Tusquets en 2006, escrita por el autor japonés en 2002.

La primera impresión no puede ser peor: un adolescente con problemas familiares y que escucha o imagina voces con las que mantiene conversaciones y le dan buenos consejos se escapa de casa el día de su decimoquinto cumpleaños. Aquí tenemos una vez más al adolescente con la familia desestructurada, un crío de clase media muy bien educado e inteligente, y como oye esas voces que él cree reales, también tenemos presente el tema de la enfermedad mental considerada como algo positivo e incluso deseable que todo el mundo trata como si fuera algo normal.

Como en sus primeras páginas parece la típica novela de Murakami, sé que algún elemento sobrenatural o fantástico está al caer (lo hace en el segundo capítulo de la novela cuando conocemos las circunstancias que convirtieron a Nakata en el pobre idiota que es, aunque aún faltan cien páginas para que sepamos quién es Nakata) y no caigo en la trampa de la página once:

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en de¬finitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que pue¬des hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.

Sospecho en seguida que este párrafo contiene toda la novela que voy a leer. Haruki Murakami siempre hace lo mismo, explicarnos qué novela estamos leyendo y cómo se va a desarrollar antes de la página cien. Siempre escribe la misma novela, usa las mismas estructuras, los mismos personajes, los mismos elementos fantásticos, las mismas reflexiones filosóficas, las mismas alusiones musicales y literarias… Y aún así no me he aburrido con ninguna de sus novelas, sino que con la excepción de Ater Dark, que no deja de tener algún que otro acierto, todas las novelas que he leído de este autor me parecen tan extraordinarias que sé que no pasarán muchos meses antes de que las relea.


After Dark (II)

11/05/2010

Portada After Dark

En el prólogo de su colección de relatos Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami cuenta que le gusta alternar la escritura de una novela con la de algunos cuentos, que nunca escribe novelas cuando escribe cuentos, y viceversa, y cómo algunos cuentos se han convertido con posterioridad en partes o catalizadores de algunas de sus novelas. Cuando leí ayer este prólogo, pensé que la historia de Eri Asai, la bella durmiente de After Dark, aislada del resto de la novela, funcionaría mejor como relato independiente que como una excentricidad de mundos paralelos, oníricos o alternativos que tanto le gustan a este autor, que nos ayuda a entender la ausencia de una verdadera relación entre las hermanas Asai y cómo ésto ha afectado a la menor, Mari Asai.

Es una historia aparentemente simple que contiene mucho más de lo que se lee en ella y es enriquecida por la información que poco a poco vamos conociendo a través de las conversaciones que Mari Asai mantiene con otras personas, especialmente con el músico de jazz que conocía a su hermana:

(…)

Esperamos. Conteniendo el aliento, aguzando el oído.

Aparecen los dígitos 0:00.

A nuestros oídos llega un ligero crepitar de parásitos eléctricos. De manera simultánea, la pantalla del televisor muestra signos de vida y empieza a parpadear de una forma casi imperceptible. ¿Ha entrado alguien en la habitación sin que nos diésemos cuenta y ha encendido el televisor? ¿Se ha puesto en marcha el temporizador para grabar? No, ni una cosa ni otra. Con astucia, la cámara rodea el aparato y nos muestra que está desenchufado. Sí, el televisor debería estar muerto. Debería respetar el silencio, duro y frío, de la medianoche. Lógicamente. Teóricamente. Pero no está muerto.

En la pantalla aparecen líneas de exploración, oscilan, se borran. Luego aparecen de nuevo. El crepitar de parásitos se sucede sin interrupción. Pronto comienza a proyectarse algo en la pantalla. Una imagen empieza a cobrar forma. Sin embargo, poco después se inclina, como la letra cursiva, y desaparece igual que una llama apagada de un soplo. Luego vuelve a repetirse todo el proceso desde el principio. La imagen emerge como si hiciera acopio de todas sus fuerzas. Ese algo que hay allí intenta materializarse. Pero la imagen no logra cobrar forma. Se distorsiona como si la antena receptora fuera sacudida por un fuerte viento. El mensaje se fragmenta, los contornos se desdibujan y se disgregan. La cámara nos transmite cada fase del conflicto, de principio a fin.

La mujer dormida parece ajena a los extraordinarios sucesos que se producen en el interior del cuarto. Tampoco muestra reacción alguna frente a los indiscretos sonidos y luces que emite el televisor. Sencillamente, continúa durmiendo en silencio dentro de aquella perfección inmutable. De momento, nada perturba su profundo sueño. La televisión es un nuevo intruso en ese lugar. También nosotros somos intrusos, por supuesto. Pero, a diferencia de nosotros, la nueva intrusa no es silenciosa, ni transparente. Tampoco es neutral. Ella, sin lugar a dudas, pretende intervenir. Nosotros percibimos intuitivamente sus propósitos.

La imagen de la televisión aparece y desaparece, pero se va estabilizando de forma progresiva. En la pantalla se proyecta ahora el interior de una habitación. Una habitación bastante amplia. Parece una sala de un edificio de oficinas. También parece un aula. Con una enorme ventana de cristal y muchos fluorescentes alineándose en el techo. Pero no hay ni rastro de muebles. No, al observar con atención aparece una única silla en mitad de la estancia. Una vieja silla de madera con respaldo pero sin brazos. Una silla sencilla, funcional. En ella hay alguien sentado. La imagen aún no está bien definida, de modo que la figura del individuo que la ocupa no es más que una silueta desdibujada de contornos imprecisos. En la estancia flota el aire gélido de los lugares abandonados durante mucho tiempo.

La cámara de televisión que (aparentemente) nos transmite esta imagen va aproximándose a la silla con gran cautela. A juzgar por su complexión física, la persona sentada en la silla es un hombre. El sujeto está algo inclinado hacia delante. Con la cabeza vuelta hacia la cámara, parece sumido en profundas reflexiones. Lleva ropa de color oscuro, zapatos de piel. No se distinguen las facciones de su rostro, pero el hombre parece más bien delgado, no muy alto. No podemos concretar la edad. Mientras vamos recogiendo toda esta información, detalle tras detalle, de modo fragmentario, a partir de esta pantalla imprecisa, la imagen, como si se acordara de pronto, continúa moviéndose de vez en cuando. Las interferencias serpentean, aumentan. Sin embargo, las dificultades no se prolongan durante mucho tiempo y pronto se recupera la imagen. También cesan los parásitos. Tras sucesivas pruebas y errores, la pantalla se encamina, decididamente, hacia la estabilidad.

No cabe duda de que algo está a punto de ocurrir en la habitación. Posiblemente, algo de importancia capital.

La imagen proyectada por la pantalla es, cuanto menos, inquietante:

Portada de After Dark

Eri Asai sigue en la cama, sumida en un profundo y silencioso sueño. La luz de tonos artificiales que emite el televisor crea sombras que se mueven por su perfil, pero no llega a perturbarle el sueño.

El hombre de la pantalla viste un traje de ejecutivo de color marrón oscuro. Tal vez fue, en origen, un buen traje, pero ahora está raído a ojos vista. Se aprecia una especie de polvillo blanco por las mangas y la espalda. El hombre calza zapatos negros de punta redondeada, polvorientos. ¿Habrá tenido que atravesar algún lugar donde se acumulaban grandes cantidades de polvo para acceder a la habitación? Camisa blanca corriente, corbata lisa de lana negra. Visibles signos de decadencia tanto en la camisa como en la corbata. Tiene el pelo canoso. No. Puede que sea negro y que sólo esté cubierto de polvo. El caso es que, por lo visto, lleva mucho tiempo sin peinarse. Aunque, curiosamente, el atavío del hombre no ofrece una impresión de desaliño. Tampoco tiene un aire miserable. Sólo parece que, debido a unas poderosas razones que desconocemos, esté cansado hasta la extenuación, cubierto de polvo de pies a cabeza.

No se distingue su rostro. En estos momentos, la cámara o bien lo capta de espaldas, o bien le enfoca otras partes del cuerpo. Se deberá al ángulo de la luz,
o tal vez sea algo intencionado, pero el rostro siempre permanece sumido en oscuras sombras, inaccesible a nuestra mirada.

El hombre no se mueve. De vez en cuando exhala un largo y profundo suspiro, los hombros suben y bajan al compás de su respiración. Parece un rehén confinado durante largo tiempo en el mismo cuarto. Lo envuelve un halo de resignación. Pero no está atado. Permanece sentado en la silla, con la espalda recta y los ojos clavados al frente, respirando con calma. Nos resulta imposible determinar si no se mueve porque él lo ha decidido así o porque existen unas circunstancias concretas que se lo impiden. Sus manos descansan sobre las rodillas. La hora es incierta. Ni siquiera podemos saber si es de día o de noche. En cualquier caso, gracias a la luz de los fluorescentes alineados en el techo, la habitación está tan iluminada como en una tarde de verano.

Poco después, la cámara gira hacia delante y enfoca de frente el rostro del hombre. No por ello queda desvelada su identidad. Al contrario, el misterio se hace más profundo. Porque la cara del hombre está cubierta por una máscara traslúcida. Ésta se adhiere perfectamente a su rostro como si fuera una película, de modo que casi dudamos si llamarla máscara. Sin embargo, por fina que sea, cumple con creces la función de una máscara. Despidiendo un brillo tenue, oculta con eficacia tras de sí las facciones y la expresión del hombre. Y lo único que nos deja adivinar, mal que bien, son los contornos del rostro. La máscara ni siquiera tiene aberturas en la nariz, en la boca o en los ojos. A pesar de ello, no parece que le impida respirar, ver u oír. Debe de estar dotada de las máximas cualidades de ventilación y transparencia. Al mirar desde fuera esta anónima epidermis resulta imposible adivinar qué material han usado o de qué tecnología se han servido para hacerla. La máscara aúna, en dosis equivalentes, magia y funcionalidad. Nos la han legado desde la antigüedad junto con las tinieblas, nos ha sido enviada desde el futuro junto con la luz.

Lo que la hace inquietante de verdad es que, a pesar de adherirse perfectamente a la piel del rostro, no nos permite adivinar en absoluto qué está (o qué no está) pensando, sintiendo o planeando la persona que se oculta detrás. No nos da ninguna clave para juzgar si la presencia del hombre es algo positivo o negativo, o si sus pensamientos son rectos o torcidos, o si la máscara lo oculta o lo protege. Con el rostro cu37ieron por esa sofisticada y anónima máscara, el hombre permanece sentado en silencio, captado por la cámara de televisión, y eso crea un estado de cosas. De momento, no tenemos más remedio que aplazar nuestro juicio al respecto y aceptar la situación tal como nos viene dada. Vamos a llamarlo el «hombre sin rostro».

Siguiendo la lógica onírica propia de los cuentos de hadas y de terror, Eri Asai es transportada de alguna manera al interior de esa televisión que debería estar muerta y que, sin embargo, ha adquirido por razones que nunca conoceremos características increíbles, y allí continúa durmiendo, junto al hombre sin rostro, mientras en su cuarto, al otro lado de la pantalla, nada parece haber cambiado, sólo que ella ya no está allí. Despierta en el mundo que refleja el televisor:

El proceso es lento hasta la desesperación, pero irreversible. El sistema, pese a experimentar alguna vacilación esporádica, avanza indefectiblemente hacia delante, minuto a minuto. El espacio de tiempo en blanco, necesario entre una acción y la siguiente, va reduciéndose de manera gradual. Las contracciones de los músculos, que antes se circunscribían al rostro, se han ido extendiendo a la totalidad del cuerpo. En un momento dado, Eri Asai alza un hombro en silencio y saca una mano pequeña y blanca de debajo de la colcha. La mano izquierda. La mano izquierda parece encontrarse en un estadio más avanzado de conciencia que la mano derecha. Dentro de la nueva temporalidad, las puntas de los dedos van descongelándose, abre la mano y los dedos empiezan a moverse con torpeza en busca de algo. Poco después, esos mismos dedos se desplazan por encima de la colcha, como pequeños animales autónomos, se posan en el delgado cuello. Como si estuviera buscando, sin confianza, el sentido de su propio cuerpo.

Al poco rato abre los ojos. Deslumbrada por la luz de los fluorescentes alineados en el techo, los cierra de golpe. Su conciencia parece que se resista a despertar. Que rechace el mundo de la realidad y desee seguir durmiendo indefinidamente, dentro de las mullidas tinieblas cargadas de misterio. Pero, por otra parte, es evidente que sus funciones vitales reclaman la vigilia. Ansían una luz natural nueva. Dentro de Eri estas dos fuerzas se enfrentan, entablan una lucha. Pero la fuerza que desea la vigilia se alza con la victoria. Los ojos se abren de nuevo. Despacio, vacilantes. Los ciega la luz del fluorescente. Su luz es demasiado brillante. Ella alza la mano, se tapa los ojos. Se pone de lado, apoya la mejilla en la almohada.

El tiempo transcurre. Durante tres o cuatro minutos, Eri Asai permanece tendida sobre la cama en la misma postura. Mantiene los ojos cerrados. ¿Habrá vuelto a dormirse? No. Su conciencia está habituándose despacio al mundo de la vigilia. Aquí el tiempo desempeña un papel importante, igual que cuando una persona ha sido transportada a una estancia con una presión atmosférica muy distinta y tiene que ajustar sus funciones vitales a la nueva realidad. Su conciencia reconoce que se han producido unos cambios de los que le resulta imposible escapar y, aun a regañadientes, se dispone a aceptarlos. Eri está un poco mareada. Su estómago se contrae, tiene la sensación de que algo le repta hasta la garganta. Sin embargo, tras respirar hondo unas cuantas veces, logra reponerse. Pero al desaparecer las náuseas, nota una serie de molestias de diversa índole. Entumecimiento de brazos y piernas, ligero silbido en los oídos, dolor muscular. A causa de haber dormido demasiado rato en la misma posición.

Vuelve a transcurrir el tiempo.

Poco después se sienta sobre la cama, dirige una mirada dubitativa a su alrededor. Una amplia estancia. No hay nadie. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí?» Echa mano de sus recuerdos. Todos se interrumpen enseguida, como hilos demasiado cortos. Lo único que sabe es que ha estado durmiendo ahí hasta hace poco. «La prueba es que me encuentro en la cama y que llevo pijama. Porque ésta es mi cama y éste es mi pijama. No me cabe la menor duda. Pero éste no es mi cuarto.» Nota el cuerpo entumecido. «Si es cierto que he dormido, he dormido durante mucho tiempo, y de una manera muy profunda. Pero no tengo ni idea de cuánto.» Al intentar pensar en algo, siente agudas punzadas en las sienes.

Portada de After Dark

Eri Asai está desorientada, y después se asusta de verdad. No sabe qué ha ocurrido, no sabe dónde está.

Ella se acurruca en el suelo, se apoya en la pared. Permanece con los ojos cerrados, en silencio, a fin de mitigar el vértigo y los temblores. Poco después abre los ojos y descubre algo en el suelo, cerca de ella. Un lápiz. Con una goma de borrar en una punta y con el nombre Veritech. Un lápiz plateado igual al que utilizaba Shirakawa. La punta roma. Ella recoge el lápiz con la mano, lo contempla largo tiempo. El nombre Veritech no le dice nada. ¿Se llamará así alguna empresa? ¿Será el nombre de algún nuevo producto? Eri no lo sabe. Sacude ligeramente la cabeza. Aparte del lápiz, ningún otro objeto puede ofrecerle información alguna sobre la estancia.

¿Por qué la han dejado sola en un lugar así? Eri no logra entenderlo. Es un lugar que no recuerda haber visto nunca, un lugar que no le sugiere nada. «¿Quién diablos me habrá traído hasta aquí? ¿Y con qué objeto? ¿Estaré muerta, tal vez? ¿Será éste el mundo que hay después de morir?» Se sienta a los pies de la cama y estudia las diferentes posibilidades. No puede creer que esté muerta. Además, éste no puede ser el mundo que hay cuando te mueres. Si el otro mundo consistiera en estar encerrada sola en un cuarto vacío de un edificio de oficinas, ¿dónde estaría la salvación? Entonces, ¿podría ser un sueño? No. Todo es demasiado coherente. Los detalles son demasiado concretos, demasiado vívidos. «Puedo tocar con mis propias manos todas las cosas a mi alrededor.» Se clava con fuerza la punta del lápiz en el dorso de la mano, siente el dolor. Lame la goma de borrar, nota el sabor de la goma.

«Esto es real», concluye Eri. «Una realidad distinta ha reemplazado a la realidad original. Y, proceda de donde proceda esta nueva realidad, sea quien sea la persona que me ha traído hasta aquí, yo estoy completamente sola, me han dejado abandonada, encerrada, dentro de una extraña habitación polvorienta sin vistas ni salida. ¿Me habré vuelto loca? Y, si es así, ¿me habrán enviado a alguna institución? No, no puede ser. Pensando con lógica, ¿quién se lleva consigo su cama cuando ingresa en un hospital? Y, ante todo, ésta no parece la habitación de un hospital. Tampoco parece una cárcel. Ésta es…, sí, no es más que una gran habitación vacía.»

Vuelve a la cama, acaricia con la mano la colcha. Da unos golpecitos a la almohada. Pero es una colcha normal y corriente, es una almohada normal y corriente. No representan ningún símbolo, ningún concepto. Una colcha real, una almohada real. No le ofrecen ninguna pista. Eri se palpa el rostro de un lado al otro con las yemas de los dedos. Se pone las dos manos sobre el pecho por encima del pijama. Comprueba que sigue siendo ella misma. Una hermosa faz, unos pechos bonitos. «Soy un amasijo de carne, ésa es mi fortuna», piensa de manera deshilvanada. Y, de pronto, la abandona la certeza de saber quién es.

El vértigo ha desaparecido, pero los temblores continúan. Tiene la sensación de que, tirando de una esquina, le están quitando el suelo bajo los pies. Su cuerpo ha perdido el peso necesario, siente que va a convertirse en una simple caverna. Una mano misteriosa le está arrebatando hábilmente los órganos, los sentidos, los músculos y la memoria que formaban su persona. En consecuencia, ella ya no será nada, acabará convirtiéndose en un ser útil sólo para permitir el paso de las cosas del exterior. Toda su piel se ve asaltada por un violento sentimiento de soledad. Grita. «¡Noo! No quiero que me transformen en eso.» Pero, aunque cree haber gritado con todas sus fuerzas, de su garganta únicamente ha salido un murmullo ahogado.

«¡Quiero volver a sumirme en un sueño profundo!», suplica. ¡Qué maravilloso sería dormir profundamente y al despertar haber vuelto a la realidad originaria! En estos momentos, ése es el único medio que se le ocurre para huir de la habitación. Vale la pena intentarlo, sin duda. Pero ¿logrará conciliar el sueño de una forma tan sencilla? Acaba de despertar. Y ha dormido demasiado tiempo, demasiado profundamente. Tanto, que se ha dejado olvidada en alguna parte la realidad originaria.

Eri puede ver la realidad desde el lugar en el que se encuentra. Puede ver su habitación, ahora vacía, puede ver un cristal transparente frente a ella, pero es incapaz de atravesarlo

Sin embargo, nos preguntamos nosotros, ¿quién diablos era el hombre sin rostro? ¿Qué le habrá hecho a Eri Asai? Y ¿adónde habrá ido?

En vez de darnos una respuesta, la pantalla del televisor empieza de pronto a perder claridad. Las ondas electromagnéticas se alteran. La silueta de Eri Asai empieza a desdibujarse, a temblar ligeramente. Ella se da cuenta de que algo anormal le está suce diendo a su cuerpo, se vuelve, mira a su alrededor. Alza la vida al techo, la baja hacia el suelo, después contempla sus manos temblorosas. Observa cómo sus contornos van perdiendo nitidez. A su rostro aflora una expresión de inquietud. ¿Qué diablos está ocurriendo? «¡Shhh!» Los molestos parásitos se intensifican. En lo alto de una lejana colina empieza a soplar de nuevo un fuerte viento. El punto de contacto del circuito que une los dos mundos experimenta violentas sacudidas. En consecuencia, también vacilan los contornos de su existencia. El sentido de la sustancia se va erosionando.

–¡Huye! –le gritamos.

Sin pensarlo, hemos olvidado la norma que nos obliga a mantener la neutralidad. Aunque nuestra voz, por supuesto, no le llega. Pero Eri presiente el peligro y se dispone a huir. Se dirige a algún sitio con paso rápido. Probablemente hacia la puerta. Su figura sale de nuestro campo visual. La imagen de la pantalla va perdiendo, de forma acelerada, la claridad original, se distorsiona, se deforma. La luz del tubo de rayos catódicos va debilitándose gradualmente. Queda reducida a un cuadrado con la forma de una ventana pequeña y, al final, desaparece por completo. Toda la información se convierte en nada, el lugar es evacuado, el sentido, demolido; aquel mundo se aleja y, atrás, sólo queda un silencio carente de sensibilidad.

Un reloj distinto en un lugar distinto. Un reloj eléctrico redondo que cuelga en la pared. Las agujas marcan las 4:31. Es la cocina de la casa de Shirakawa. Con el botón superior de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata flojo, Shirakawa se halla sentado a la mesa, solo, comiéndose un yogur natural a cucharaditas. Se lo toma directamente del envase de plástico, sin plato.
Está viendo la pequeña televisión instalada en la cocina. Junto al envase de yogur hay un mando a distancia. En la pantalla aparece el fondo del mar. Algunos seres vivos de extrañas formas que pueblan las profundidades marinas. Unos deformes, otros hermosos. Unos depredadores, otros inofensivos. Un pequeño submarino de investigación equipado con aparatos de alta tecnología. Potentes reflectores, precisas tenazas de control remoto. Es un documental sobre la naturaleza titulado Criaturas de las profundidades marinas. No hay sonido. Shirakawa va siguiendo las imágenes de la pantalla con ojos inexpresivos mientras se lleva a la boca cucharaditas de yogur. Su mente, sin embargo, le va dando vueltas a otras cosas. Reflexiona sobre la correlación entre la lógica y la acción. ¿De la lógica se deriva una determinada acción? ¿O es la lógica, en realidad, el resultado de ésta? Sus ojos persiguen las imágenes de la pantalla, pero, de hecho, está contemplando algo que se encuentra mucho más al fondo. Algo que se halla, seguramente, uno o dos kilómetros más lejos.

Echa una ojeada al reloj de pared. Las agujas marcan las 4:33. El segundero se va deslizando, suavemente, por la esfera del reloj. El mundo prosigue su avance continuo, sin pausas. La lógica y la acción funcionan de un modo sincrónico, sin fisuras. Al menos por ahora.

Portada de After Dark

Lo siguiente que sabemos de Eri Asai es que ha logrado regresar de algún modo a su habitación, al mundo real, y que continúa durmiendo profundamente, sin alterarse, tal como hacía antes de que el televisor desenchufado mostrase alguna imagen. Murakami no nos explica cómo ha sucedido esto, sólo nos dice que Eri Asai ha regresado a su habitación y que está dormida. ¿Qué sucedió? Hemos sido testigos de una pesadilla, o lo narrado en la novela ha ocurrido realmente?

Al final de la novela, la hermana pequeña de esta bella durmiente, y protagonista de After Dark, por cierto, regresa a casa, entra en la habitación de su hermana, la ver dormida tranquilamente, se tiende junto a ella, en su cama, y se queda dormida tras la agitada noche, física y emocionalmente, que ha pasado en el centro de Tokio. Y en ese momento, Eri comienza a despertar y la novela termina.

Mi problema con After Dark es que, al igual que sucede con la historia de Eri Asai, todo lo que nos cuenta Murakami podrían ser cuentos sin ninguna relación entre sí, y que el personaje que da sentido a que todas las historias contenidas en la novela se relacionen más o menos entre sí nunca me gustó ni me resultó atractivo o interesante, por mucho que el autor se empeñe en no darnos suficiente información para comprender en cada momento lo que sucede y por qué sus personajes se comportan y sienten las cosas del modo en que lo hacen. La bella durmiente, la prostituta china y sus chulos, el informático putero y maltratador, el músico de jazz, la ex-luchadora que regenta el hotel, la empleada que lleva huída tres largos años, la relación que existe entre las hermanas Asai… Todo esto son fragmento independientes pegados de mala manera, con habilidad y mucha poesía, sin duda, pero fuera de lugar.